Siempre había mirado de forma distante la expresión “La realidad supera la ficción”. Supongo que hasta que uno no experimenta algo que roza lo increíble no concibe el peso de esa frase.
De profesión periodista freelance, suelo verme envuelto en algunas situaciones peligrosas, por aquello de llegar siempre al fondo de la historia y recopilar todas las piezas antes de componer el puzzle que vendo a diferentes publicaciones. En esta ocasión me hallaba de polizón en la parte de atrás de un camión. El vehículo transportaba una nueva droga esnifada que estaba causando furor estos últimos meses entre los noctámbulos. ¿De dónde ha surgido esta nueva droga? ¿Qué efectos tiene en sus consumidores? ¿De qué está compuesta? Todas estas dudas y más fueron interrumpidas de forma abrupta por un lanza-misiles disparado desde una azotea haciendo diana en el morro del camión.
Detenido en seco, el vehículo hundió su morro en el asfalto y la parte trasera, donde yo estaba escondido, voló por los aires separándose de la cabina. El trozo de chatarra ascendió en llamas a una velocidad vertiginosa, como un cohete improvisado. Entre fardos de droga, mi cuerpo sentía el impulso fatal y en lo que parecieron décadas, pude ver toda mi vida pasar por delante de mis ojos. Al vuelo, las compuertas se abrieron, y junto al cargamento que se esparcía por el aire de la avenida, mi cuerpo quedó a merced de los acontecimientos. Ni siquiera podía abrir los ojos, como un conejo ante unos faros me preparaba para el fin.
Todo lo que sube tiene que bajar, y entre subir y bajar, siempre hay un punto de velocidad cero… pues ese mismo punto coincidió con mi espalda tocando contra la azotea de un edificio de la avenida. Ya me había dado por muerto, pero al ver que seguía pensando abrí los ojos y sólo vi nubes, me creí en el más allá.
– ¿Quién cojones es este tío? – Una voz grave inundó mis oídos.
– ¿San Pedro? – contesté.
– San Tu Puta Madre.
Me incorporé en seguida y vi que irónicamente había aterrizado sobre la azotea desde la que se había disparado el misil. Había tres tipos, dos en ropa militar con la cabeza rapada y de complexión fuerte y otro delgadito, con gafas, sudadera y tejanos. El de gafas me echó un vistazo rápido y le debió parecer que no me merecía tal milagro, porque dijo:
– Matadlo.
Uno de los rapados me lanzó un cuchillo, y el otro sacó una pistola y me pegó un tiro. Como broma del destino, el cuchillo y la bala chocaron en el aire desviando sus trayectorias y librándome de su mortal mordisco. Acto reflejo salté hacia atrás, empujado por el miedo y, toma chiste, caí edificio abajo.
Conforme me precipitaba a la acera, empecé a reírme, a descojonarme vivo. Me lo merecía, me merecía estar muerto, y no podía si no reírme ya o esperar a despertarme súbitamente en mi cama, fruto de esta pesadilla. En el descenso choqué con una bandada de palomas, un toldo, y una pirámide de mandarinas que no sólo me salvaron la vida, si no que me dejaron ileso ante la mirada atónita del frutero y otros peatones. Yo no podía parar de reírme, y la gente se alejaba y se abrazaba entre sí, como si fuera un monstruo y no un pobre hombre que necesitara atención médica.
Me levanté, llorando de la risa, y empecé a correr hacia mi casa. Sé que esto lo cuento y no me creen, pero necesitaba escribirlo. La realidad supera la ficción.
Ah, y por cierto. De camino a casa compré un billete de lotería y me tocó.