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La Luna que le robó el tiempo a Henry Noland

Era uno de esos días en los que a uno se le acumulan mil temas sobre los que reflexionar. Decisiones pendientes de ser tomadas, y todas ellas, de forma ineludible, afectando las unas a las otras. Cuando de repente, tu propio cadáver aterriza desde la azotea de un edificio frente a ti, destrozando la mesa de la terraza donde tomabas café, hace añicos tu portátil y, de pronto, torna en banales la gran mayoría de cuestiones que te azoraban hasta hace un momento.

Henry Noland contemplaba atónito su añado cadáver. Estaba gordo y calvo, pero sin duda era él, llevaba incluso el mismo traje que ahora, diantres. El joven ejecutivo no osó tocar el cuerpo y retrocedió como quién estuviera ante la presencia de un fantasma. Miró a su alrededor. Al parecer, amparados bajo la oscuridad del eclipse, la gente no había reparado en la similitud entre ambos y, la mayoría, se debatía entre mirar el cadáver o el eclipse y sus cabezas se movían en sacudidas que, en otras circunstancias, habrían sido cuanto menos graciosas. Instintivamente, Henry echó a correr.

Corrió sin rumbo entre la muchedumbre que permanecía congelada en el tiempo que el eclipse había robado al curso de los acontecimientos. El sobresalto le había robado el aliento, y la falta de oxígeno provocaba punzadas de dolor en sus sienes. Sus pies flotaban sobre el asfalto apenas sin sentir y el abrupto punto de inflexión que el destino había impuesto en su vida se apoderaba de su calma. Exhausto aterrizó de rodillas en el centro de un cruce. Hasta el último de sus átomos luchaba por despertarse de lo que parecía ser un sueño terrible, como cuando sabes que estás soñando y deseas librarte de la pesadilla. Henry apretó los ojos con fuerza y respiró hondamente tratando de dejar atrás cuanto había sucedido.

Silencio.

Abrió los ojos lentamente con la esperanza de aparecer en su hotel, pero allí seguía, entre una multitud inmóvil que había apartado la mirada de su mundo. Algo más relajado, dentro de lo que cabe, escudriñó su entorno y sus ojos repararon en una formación de uniformes rojos que no hizo más que dar crédito al extraño individuo de la chaqueta de pana beige: majorettes. No se lo pensó dos veces; echó mano del bolsillo de su chaqueta y extrajo una pequeña caja bañada en plata con un elaborado grabado en ella, hundió el meñique en su contenido y se lo llevó a la nariz para inhalar el polvo blanco en una enérgica aspiración. Unos jadeos le advirtieron que alguien se acercaba por su espalda, inmune por lo visto a los encantos del eclipse.

– Demonios Hen, casi me das esquinazo. – El hombre de la chaqueta de pana beige resollaba a su lado cogiéndose las rodillas con las manos.

– ¡Deja de tratarme como si me conocieras, joder! – Los gritos de Henry apenas llamaron la atención a un par que enseguida redirigieron su interés al fenómeno astronómico. La mirada del joven estaba plagada de furia y sus ojos enrojecidos por el esfuerzo y las lágrimas.

– Tranquilízate, Henry. Puedo explicártelo todo, o casi todo, pero debes adoptar una actitud algo más colaborativa. Y deja esa mierda, por Dios, que hay niños delante.

En un gesto de rebeldía o desesperación Henry volvió a aspirar su nieve. Pero se obligó a mantener el control y guardó la caja plateada en su chaqueta.

– Más te vale que… – Su frase fue interrumpida por los primeros rallos de sol que sorteaban el dique lunar. Contemplar a ojos desnudos el eclipse se tornó molesto y peligroso y, como quien pone en marcha un vinilo, los allí congregados comenzaron a moverse. Los primeros pitidos les advirtieron que estaban en medio de un cruce de Barcelona. El hombre de la chaqueta de pana beige miró con condescendencia a Henry, que yacía derrotado por los acontecimientos en la carretera.

– Escúchame Henry. Mi nombre es Johan Bjarnarson y te debo la vida. Si vienes conmigo te prometo respuestas, aunque no consuelo.

Henry se otorgó unos segundos para reflexionar y finalmente se aferró a la mano que Johan le ofrecía para levantarse. Ya completamente de día, el Doctor Bjarnarson paró un taxi y ambos subieron rumbo a la dirección que el científico enunció al conductor. Henry contempló su rostro en el reflejo de la ventanilla y se enjugó las lágrimas. Aunque apenas hacía siete minutos de ello, la rutina parecía ahora tan lejana como inalcanzable.


Amor ciego, amor absurdo

Cuando te dedicas a la ciencia, a estudiar y con suerte a determinar el origen de cualquier suceso que nos rodea, la concepción de los elementos más humanos de tu propia vida se tiñen de cierto escepticismo científico. Te cuestionas el origen de tus impulsos o deseos a un nivel mucho más químico, arrancando toda la poesía del amor, el valor en las heroicidades y la magia en cualquier euforia que recorra tus entrañas, reduciendo todo a un causante fisiológico.

Esos eran los pensamientos que cruzaban la mente de Johan Bjarnarson, el hombre de la chaqueta de pana beige, mientras conducía al anochecer hacia Lyon. Se preguntaba las auténticas razones para pasar dos horas conduciendo desde el CERN, en la frontera franco-suiza hasta la ciudad francesa para acudir a una cita a ciegas que le habían arreglado una pareja de amigos del trabajo con una conocida suya. ¿En qué medida era lógico y productivo desplazarse todos esos kilómetros con tal de saciar un instinto tan primario como el de mantener relaciones sexuales? Porque siendo francos, no cree que ninguna de las dos partes haya accedido a asistir a una cita a ciegas con un objetivo diferente en mente, aunque quizá la chica tenga una idea más romántica de lo que esta noche significa. ¿Buscar el amor? ¿Acaso el amor se puede buscar? ¿Es necesario viajar dos horas en coche para hallar una reacción fisiológica? Por muy absurdo que fuera, y aunque su mente no dejara de cuestionarse sus actos, su cuerpo bien que se había apresurado a acicalarse, probarse cinco trajes, probar peinados durante una hora y perfumarse para agarrar el coche y conducir tarareando hacia Lyon con una sonrisa de idiota en la cara.

Johan dejó el coche en el garaje privado de su apartamento en Lyon. En su anterior vida, antes de trasladarse interno al CERN, vivía en esta parte de Francia y, a pesar de las enormes comodidades que le ofrecía su actual institución de vez en cuando gustaba de escaparse al mundo real y, por ejemplo, ir al cine o pasar una tarde en el bar con las viejas amistades que quedaron en Lyon. Así que ahora el apartamento prácticamente pertenecía a la asistenta a la que pagaba por mantenerlo limpio y alimentar a sus peces y, de la cual sospechaba que ha pasado más de una tarde utilizando su home cinema. Aunque no le importaba mientras no le cobrase esas horas.

Repasó su aspecto una vez más en su apartamento y salió hacia el restaurante. Había llovido por la tarde así que flotaba cierta humedad en el ambiente y ese olor a mojado del que tanto le gustaba disfrutar a Johan. Las farolas reflejaban sus luces anaranjadas en el asfalto mojado y pintaban las calles francesas de un romanticismo que luchaba contra la racionalidad del científico, haciendo latir su corazón con nerviosismo conforme se aproximaba al restaurante en el que tendría lugar la cita. Finalmente, se plantó ante la puerta de “Le Bureau de la passion” y tomó aire antes de dar el paso que le cambiaría la vida o la dejaría un poquito peor de lo que estaba.

– Excuse moi, monsieur, ¿Tiene usted reserva?

– Tengo mesa reservada a nombre de Johan Bjarnarson.

– Oui, monsieur. Acompáñeme.

En cuanto cruzó el umbral Johan se puso rígido como una talla de madera. El lugar era muy espacioso, con techos altos, mesas blancas impecables y paredes de roca marrón de aire medieval adornadas con faroles de hierro de llama natural y balconcitos de piedra cargados de plantas. Un cuarteto de cuerda aportaba el hilo musical a las cenas y conversaciones de los comensales.

Johan respiró aliviado tras comprobar que su cita aún no había llegado. Se sentó en la mesa que tenía reservada y empezó a estudiar la carta de vinos. A intervalos de no más de tres segundos iba levantando la vista para comprobar si entraba alguien en el restaurante, aunque bien pensado no conocía el aspecto físico de la chica, así que cada vez que entraba alguien sus pensamientos bailaban entre “Espero que no sea esa”, “Hum… ésta no estaría mal”, “Por Dios, que sea ésta” y “Por favor, que no sea un tío”. Finalmente, una de las del segundo tipo entró en el restaurante y el recepcionista señaló la mesa de Johan. Enfundada en un fino vestido blanco de estilo griego con la espalda al aire, avanzó contoneando sus amplias pero exóticas caderas bajo el sedoso atuendo. Llevaba el pelo recogido en un tocado coronado por unas perlas blancas y unas varillas de un plateado muy suave, contrastando con su cabello de un rojo tan oscuro como el vino. La mujer no pasó por alto que Johan la había estudiado con cierto deleite, a lo que se limitó a sonreír con lo que enseguida capturó la atención de los ojos del científico con su mirada verde serpiente. Sin embargo, no esperaba encontrarse con la poderosa mirada azul hielo de Johan que logró anular la confianza que le solían otorgar sus ojos. El rubor extendió un tenue rojo a sus orejas y Johan se apresuró a levantarse y recibirla con un par de besos.

– Tú debes ser Juliette. Es un placer al fin conocerte en persona. – Ambos tomaron asiento.

– El placer es mío, Doctor Bjarnarson. Me han hablado muy bien de usted.

Johan sonrió ante la manera en la que su cita pronunció su apellido.

– Por favor tutéame, ¡y llámame Johan! Además, si tan buena imagen tienes de mí es que mis amigos son más mentirosos de lo que esperaba. – Lanzó Johan intentando romper el hielo. Tras medio segundo que parecieron quinientos Juliette dejó salir una musical risa.

– No te esperaba tan… informal, Johan. – Comentó Juliette sonriéndose.

– Oh, si lo prefieres nos podemos poner serios y hablar de forma pedante.- Dijo Johan componiendo una mueca. Juliette volvió a sonreír y Johan agradeció que le pareciera gracioso, o al menos que lo fingiera tan bien.

Pidieron un buen vino, el cual se encargó de ir desinhibiendo a ambos conforme avanzaba la cena. Johan intentó mantener al margen cualquier idea sobre ciencia que se le viniera a la cabeza. Descubrió que el CERN había anulado bastantes de los temas sobre los que antes solía conversar, así que su aporte a la conversación estaba algo desactualizado. A Juliette no pareció importarle, más bien al contrario, le fascinaba de algún modo. Aún iban por el segundo plato y ya se habían intercambiado incluso un par de cumplidos. Un cosquilleo olvidado empezó a acariciar las entrañas del científico, la cosa iba viento en popa. Los fuegos artificiales llegaron en los postres.

– ¿Crees en la posibilidad de viajar en el tiempo? – La pregunta de Juliette golpeó a Johan con una fuerza salvaje y primitiva. Una chica de tal belleza interesándose por la ciencia, y no sólo eso, su pasión, su santo grial, los viajes en el tiempo. El científico apretó las piernas para reprimir una erección. Tragó sonoramente el helado que se mecía en su boca y contestó.

– ¿Bromeas? Ese es el motivo por el que me hice científico. Siempre lo había tenido como algo sobre lo que soñar, más que investigar. Pero de aquí a no hace demasiados años lo que había tomado como objetivo absurdo de mi vida pareció hacerse palpable…- Johan compuso una mueca de disgusto. – Ojalá fuera así para el resto de mis compañeros.

El rostro de Juliette se iluminó.

– ¿Palpable? Quieres decir que de algún modo puedes estar acercándote a poder… Ya sabes… ¿Viajar en el tiempo? Yo realmente creo en los viajes temporales ¿Has oído hablar del experimento de Liyun Uan? – El alcohol impidió que Juliette pronunciará el nombre adecuadamente pero Johan supuso que hablaba de Lijun J. Wang.

– Claro que he oído hablar de él. De hecho es una de mis principales fuentes de inspiración. En el año 2000 consiguió enviar una señal lumínica a una velocidad superior a la de la luz, con lo que consiguió que llegara 62 nanosegundos antes de haberla emitido.

– Fascinante.

– ¡Mucho más que fascinante! En el CERN ampliando ese experimento he logrado enviar partículas más allá de antes de empezar el propio experimento… Bueno, creo que lo he logrado. Porque no hay manera de comprobarlo ni medirlo. El caso es que las partículas desaparecieron, y es algo muy básico que…

– La energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma.

– ¡Exacto! – Johan dio una palmada en la mesa, haciendo temblar las copas de vino, ajeno a que estaba levantando demasiado el tono de voz. – ¡Al otro lado no había nada! ¡Ni una sola medición de nada! Repetimos el experimento buscando cualquier tipo de sustancia, o simplemente calor ¡y nada! Desaparición total.

– ¿Entonces crees que has enviado cosas en el tiempo? – Juliette preguntó ilusionada a la vez que ponía su mano sobre la de Johan para calmarlo. A Johan le sobresaltó el suave tacto de la mano de su cita, pero se dio por aludido y relajó su conversación.

– Te voy a contar algo más. – Susurró Johan sonriéndose. – Se supone que es alto secreto, pero de todas maneras he recibido ya una carta oficial anunciándome que desestiman mi proyecto así que de supongo que puedo tomarme esa pequeña licencia.

Juliette acercó su cara a la de Johan para que le susurrara.

– He conseguido hacer viajar algo más que luz. Que me dirías si te hablo de, por ejemplo ¿Una manzana?

– ¡No puede ser! – Juliette abrió los ojos de par en par emocionada y apretó la mano de Johan. El científico se permitió el lujo de apartar unos cabellos del rostro de la chica.

– Tras someterla al experimento, la manzana se volatilizó por completo. Ni rastro, ninguna medida de materia o energía. Sólo pudo viajar en el tiempo.

– ¿Lo has probado con seres vivos? – Preguntó la chica algo dubitativa.

Johan miró alrededor. – Creo que no estamos en el lugar idóneo para hablar de todo esto ¿Qué te parece si terminamos el postre y vamos a mi apartamento a tomar el café?

Sin dudarlo un segundo Juliette asintió repetidas veces con la cabeza de forma algo traviesa. Johan no podía creerse que pudiera estar usando la ciencia para ligar y que encima funcionara.

Terminaron los postres, sin hablar demasiado, tan sólo intercambiando miradas de complicidad. Johan pagó la cuenta y ambos salieron a dar un paseo camino al apartamento de Bjarnarson. Juliette no dudó en aferrarse al brazo de Johan y caminaron entusiasmados por las calles de Lyon. Johan era feliz, casi tan feliz como cuando enviaba cosas a través del tiempo y, si todo iba bien, sería más feliz que eso al terminar la noche.

Cantaron partes aleatorias y desordenadas de canciones de los Rolling Stones en un acceso de euforia conforme el vino  (y los chupitos del final) iba mezclándose con su sangre. Johan se sorprendió a sí mismo tocando una guitarra invisible mientras la pelirroja más bonita con la que había hablado jamás bailaba para él agitando su vestido en una danza sensual, hipnótica y rockera. Entraron jadeando en el ascensor, agotados por la gira restaurante-apartamento, y los segundos se evaporaban lentamente mientras recuperaban el aliento sin dejar de mirarse. El pecho de Juliette se hinchaba con cada inspiración y Johan apenas podía apartar la mirada. Al exhalar sus labios rojos se entreabrían dejando adivinar algo de una húmeda lengua rosada. El científico se sumió en la laguna temporal que supone decidir si se da un paso adelante, girar la cabeza, cerrar los ojos y acoplar los labios; ambientada la espera con los punzantes latidos del corazón, que marcan como el reloj de un concurso de televisión el tiempo que te queda para contestar.

– Plin –

Se acabó el tiempo. El ascensor abrió sus puertas y Juliette abandonó la cabina. Johan la siguió y abrió la puerta de su apartamento. El científico decidió tan sólo encender la luz azulada de la pecera. Era un acuario enorme conformado por dos peceras que ocupaba toda una pared así que la luz no era escasa, pero sí muy íntima.

– ¿Cómo te gusta el café?

– Tomaré el mismo que tú. – Respondió Juliette, mientras contemplaba ensimismada los peces de colores.

Johan dejó la cafetera calentando y se unió a la chica para admirar el acuario.

– ¿Por qué son dos peceras contiguas en lugar de ser una más grande? – Preguntó Juliette – Por lo que veo tienes los mismos tipos de pez en ambos lados.

Johan se atrevió rodearla con sus brazos por detrás. Ella lo recibió de buen grado, acariciando las manos que rodeaban su cintura.

– Me ayuda a pensar. Es mi propia versión de relatividad. Mis dos universos. – Juliette sintió la respiración del hombre en su cuello y alzó una mano para acariciarle la barbilla.

– Ambos acuarios son exactamente iguales. – Continuó Bjarnarson – Universos paralelos. Parten de un mismo principio, pero ambos se desarrollan de formas diferentes. Es una manera de demostrarme a mí mismo que las mismas variables no siempre producen los mismos resultados. – Johan miró a los ojos a la pelirroja – Además, controlar el destino de tantas criaturitas satisface mi complejo de Dios. – Bromeó el científico. Ambos rieron con complicidad y Bjarnarson marchó a la cocina para servir los cafés.

Johan regresó al salón con dos capuchinos humeantes.

– Cuando pienso en la existencia esos pequeños me pregunto a mí mismo si nosotros no estaremos también dentro de una pecera. – Johan depositó los cafés sobre la mesita de centro y ambos tomaron asiento en el sofá de terciopelo añil. Junto a los cafés, sobre la mesa, yacía un sobre abierto con el sello del CERN.

– Vaya, que filosófico te estás poniendo. – se burló Juliette. Johan sonrió.

– Piénsalo bien. El universo de esos peces termina tras el cristal. Todo cuanto ellos conocen se basa en lo que han podido explorar. Ni tan siquiera conocen que existe, por así decirlo, un mundo paralelo yuxtapuesto al suyo.

Juliette asentía atenta mientras daba un sorbo a su capuchino. Para Johan no pasó desapercibida la manera en la que la lengua de la chica relamió la espuma de sus labios.

– Mi objetivo como científico es encontrar nuestro propio cristal. Aquello que nos separa de lo inexplorado. Y quien sabe si quizá ese cristal está en el tiempo. Imagina que uno de esos peces logra romper el cristal que les separa: su mundo se duplicaría. – El doctor dio un trago a su capuchino. – Yo quiero ser ese pez.

– “¿Qué sabe el pez del agua en la que nada toda su vida?” – Añadió la chica lamiendo su cuchara. Johan la miró con cierta sorpresa.

– Citas a Albert Einstein, te interesan los viajes temporales y además eres preciosa. ¿Esto no será una broma de Lloyd y Philippe verdad?

La chica rió – No, no soy ninguna broma, pero intentaré tomármelo como un cumplido.

Juliette reparó en el sobre de la mesa y lo acercó a sus ojos. – Echemos un vistazo a los experimentos secretos del Doctor Bjarnarson. – comentó la chica de manera juguetona.

El científico se apresuró a quitarle el documento de las manos. El movimiento fue algo brusco, cosa que Johan lamentó, ya que Juliette quedó algo asustada, pero no podía permitir que ese informe cayera en manos “civiles”.

– Lo siento Juliette, pero no puedo dejar que veas esto. No te preocupes, no es nada interesante. Son sólo códigos y burocracia interna del CERN vaya.

-¿Códigos de qué? ¿Para activar el acelerador de partículas y destruir el mundo? – bromeó la chica para hacerle saber a Johan que no estaba molesta. El hombre rió con ella.

– Que va, es sólo que van a cancelar mi proyecto y quedará archivado con acceso cifrado según el protocolo del centro y todo eso. Ya sabes, para que ningún universitario pueda aprender de mis avances y descubra algo antes que el CERN con toda su tecnología. Hay mucho politiqueo en el mundo de la ciencia.

– Ya veo… – La chica terminó su café y se acercó a Johan en el sofá. Lo reclinó hacia atrás empujando su pecho con un solo dedo y le preguntó.

– Entonces dime ¿Es cierto? ¿Has conseguido enviar seres vivos a través del tiempo?

– Tortugas – Dijo sonriendo Johan. – Bueno, a través del tiempo, o lo que quiera Dios que haya pasado. Lo mismo las he enviado a otra dimensión de seres diminutos y ahora las han tomado por sus nuevos dioses o algo así.

– Fascinante – Susurró Juliette mientras iba acercando su rostro poco a poco al del científico. Johan bajo la mirada y tragó saliva al ver a través del escotado vestido de Juliette que no llevaba sujetador y sus pechos colgaban en el interior de la ropa, rozando contra su brazo. Esta vez no hubo contención posible, así que dio el paso y sosteniendo la cara de la pelirroja con su mano izquierda la besó. Un beso largo y profundo. Recordó en ese instante los besos más importantes que había dado en su vida, y se dio cuenta de que hacía años que no besaba a una mujer. Un torrente eléctrico recorrió su cuerpo y agarró a Juliette por las caderas, sentándola a horcajadas sobre él. Juliette sonrió acalorada ante el comportamiento impulsivo de su cita. Johan apretó sus pechos liberando así un gemido de la chica que no hizo más que avivar la pasión que se apoderaba de él. Juliette se lanzó a besarle y tras una sucesión de besos, caricias y mordiscos ambos terminaron haciendo el amor en el sofá.

Pasaron una hora en silencio, desnudos, contemplando los peces desde el sofá. Johan acariciaba el cabello rojizo y disfrutaba de su fragancia. Esa sensación en su estómago… Estaba enamorado. Absurda fisiología, que se empeñaba en nublar su juicio y llevarlo a amar a una mujer preciosa, interesada en la ciencia y que se reía con sus bromas. Quizá no fuera tan absurda. El científico desvió sus pensamientos hacia si la fisiología produce el amor, o el amor precede a la fisiología. Al fin y al cabo, la adrenalina se había disparado porque a él le parecieron irresistibles los labios jadeantes de su compañera, y no al revés. O quizá el amor había ganado la partida y estaba nublándole el juicio haciéndole creer en la parte más poética de las relaciones. Johan estuvo a punto de abrir la boca para pronunciar esas dos palabras que lo cambian todo – te quiero – Pero se contuvo en pos de los protocolos y las reglas del cortejo que la televisión nos ha impuesto, y decidió esperar.

Juliette comentó que a estas horas con el vestido que llevaba iba a ser muy peligroso volver sola a casa. Sin dudarlo un instante el paladín Bjarnarson se ofreció a escoltar a la dama hacia su morada.

Se vistieron en silencio, entre miradas cómplices. Johan admiraba la exótica figura de Juliette mientras se vestía, como intentando atesorar una imagen mental que bien seguro le haría sonreír mañana por la mañana. Se arreglaron mínimamente y ambos salieron a la calle.

Ahora la noche era más oscura. Los establecimientos habían cerrado sus puertas y sólo la luz de las farolas pintaba de un color anaranjado la negrura brillante en que la lluvia había convertido a la ciudad de Lyon. Dejaron atrás el barrio del científico y decidieron alargar ligeramente la ruta recorriendo el borde del río Saône, deleitándose con el sonido de las corrientes de agua. Johan se atrevió a cogerle la mano. Ella tan sólo lo miró sonriendo y continuaron en silencio, en completa harmonía sobre el caudaloso río.

Juliette detuvo a Johan cuando pasaban frente a la catedral de Lyon, a orillas del río Saône. Iluminada desde abajo por luces opalinas, y viendo su reflejo en el río, cobraba el aspecto de un castillo de cuento de hadas.

La escena era demasiado idílica. Juliette abrazó a su hombre y éste la recibió de buena gana entre sus brazos. El corazón de Johan latía no rápido, sino fuerte. Notaba la potencia de cada latido en su garganta, como si fuera a vomitar la misma esencia del amor.

– Lo he pasado muy bien esta noche, de verdad. – Dijo en un murmullo Juliette arropada en el pecho de Johan.

Johan sonrió, levanto su cabeza con delicadeza y la besó con la mayor ternura que había aprendido a usar en su vida. A la mierda el protocolo. Necesitaba decirlo.

Un sonido agudo y seco atravesó la escena instantes antes de que Johan abriera la boca.

– Te quiero.

Juliette sostenía en su mano una pistola con silenciador. La sangre empezó a teñir la camisa de Johan a la altura del estómago. La chica extrajo los documentos confidenciales del CERN y los exhibió frente al doctor a modo de trofeo.

– Te quiero.

Johan empalidecía mientras no podía sino repetir esas palabras. Al escucharlas de nuevo el rostro de Juliette se contrajo en una mezcla de furia y compasión, si eso es posible.

-¿¡Qué demonios dices!? Acabo de hacerme vilmente con el proyecto de tu vida y te he disparado a matar ¿Y sólo se te ocurre decir “te quiero”? ¡Es absurdo! – exclamó Juliette perpleja ante una situación que jamás se había encontrado en sus años de asesina.

Johan sonrió.

– Sí, es realmente absurdo.

Y se desplomó hacia atrás precipitándose como peso muerto puente abajo, culminando la caída con una discreta zambullida.

Juliette sacó el teléfono móvil y tecleó rápidamente.

– Khaos, tengo los documentos. Bjarnarson está fuera del juego.

– ¿Seguro que está muerto?

– ¿Quiere venir usted a comprobarlo?

– Quien responde con una pregunta, oculta dos respuestas.

– No quisiera mostrarme excesivamente irrespetuosa, pero ha sido un día muy largo, así que le agradecería que me ahorrase su charla filosófica.

– El que no quiere escuchar, es que teme a.. *clic* –

Juliette colgó el teléfono y escudriñó la oscuridad del Saône, incapaz de determinar por primera vez en su carrera qué prefería, un trabajo bien hecho, o una segunda oportunidad para Johan. La asesina decidió que necesitaba una copa. Se quitó los tacones y caminó descalza hacia cualquier pub que aún siguiera abierto.

– Despierta amigo, ambos sabemos que saldrás de ésta.

La voz sonaba lejana, y a pesar de que le llamaba amigo no le resultaba nada familiar al doctor Bjarnarson. Entreabrió los ojos poco a poco y vio que la corriente lo había arrastrado hasta debajo del siguiente puente. Tenía un vendaje en torno al abdomen y yacía tumbado en el camino de servicio que se usaba para las tareas de mantenimiento de la infraestructura.

– Soy Henry Noland, vengo del pasado para salvarte, ven conmigo si quieres vivir.

El chico reprimió una carcajada y se limitó a sonreír. Siempre había querido decir esa frase. El joven Henry ayudó a incorporarse a Johan, que aturdido no paraba de mirar a su alrededor y de estudiar al chico que lo estaba ayudando.

– Bueno, basta de cháchara, tengo que llevarte al año 2009. Necesitamos tu ayuda, es cuestión de vida o muerte. Y tú necesitas un médico.

Henry programó un pequeño dispositivo que portaba en la muñeca y un pitido agudo, como el del flash de una cámara de fotos al cargarse empezó a meterse en la cabeza de Johan.

Un fogonazo, y sólo quedaron las sombras de los dos hombres tatuadas en la piedra bajo aquel puente francés.

Sin embargo, Johan Bjarnarson sólo podía pensar en una cosa.

Era absurdo.

La amaba.