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José Luis Cupido

José Luis, de treinta y tres años, removía con la cuchara la insípida sopa de fideos que había preparado su abuela Leonora. Como cada domingo, la familia Cupido tenía comida familiar. Seis matrimonios, incluyendo sus padres y su hermano menor y su cuñada, reunidos, con sus chiquillos, para disfrutar del calor familiar y las conversaciones despreocupadas. Serían pares, si no fuera por él. Soltero de toda la vida. Aunque su primo Juan tuviera otro hijo y redondeara la cifra a veintidós comensales, él siempre seguiría siendo impar. José Luis se limitaba a agachar la cabeza durante la comida, esperando como un cordero en el matadero a que llegara la pregunta dominical.

– ¿Y tú qué? ¿Cuándo te vas a echar novia?

– No lo sé, tita.

– Se te va a pasar el arroz con la tontería. ¿Cómo puedes ser tan exigente? ¡Tú podrías tener a quien quisieras!

La tía Antonia tenía toda la razón del mundo. Bastaba con que José Luis tocara a una mujer para que se enamorara perdidamente de él. El primogénito de cada Cupido tenía ese don. Una larga tradición de Cupidos desde tiempos inmemoriales. Lejos del mito del niño con pañales, ser un Cupido entrañaba una honorable -y pesada- responsabilidad. José Luis podía determinar quién se enamoraba de quién, así como su padre, el cual contaba con un excelente historial de matrimonios felices garantizados, incluidos los que había provisto a todos sus hermanos y hermanas.

– A este paso morirás sin descendencia y entonces qué, ¿eh? ¿Qué pasará con el amor? – Le inquirió su abuela.

– No lo sé, yaya. La gente puede enamorarse sin mi ayuda ¿no? ¿Cómo se enamoran en el resto del mundo?

– ¡Pero eso no es amor verdadero! ¡Mira la cantidad de divorcios hay por todo el mundo!

– ¿Me estás diciendo que sólo la gente de Cuenca se enamora de verdad? Porque yo no he viajado demasiado que se diga…

– ¡Porque no quieres! ¡Tu abuelo dio la vuelta al mundo creando las historias de amor más bonitas de su siglo! ¡Pero tú lo que tienes que hacer es buscarte una rubia bien bonita y darme un nieto ya!

– ¡Basta ya! ¡Estoy harto de todo esto! – Un golpe en la mesa silenció la estancia y vertió algo de las sopas sobre el mantel. Su familia lo contemplaba con una mezcla de confusión y preocupación. Nunca antes un Cupido había visto su don como una condena. Este José Luis había salido raro.

Sin mediar palabra, y mordiéndose los labios, José Luis cogió su chaqueta y se marchó de casa de la abuela. En la calle, con nerviosismo tecleó un número en su móvil mientras caminaba alterado hacia ninguna parte. Tras una interminable sucesión de tonos, una cálida voz contestó al otro lado.

– ¿Jose? ¿Qué tal? Que pronto has salido hoy.

– Necesito verte…

– ¿Estás bien? Te noto enfadado.

– Es sólo mi familia, que me jode, me jode mucho. Estoy hasta los huevos de soportar todos los putos fines de semana la misma cantinela.

– Tranquilízate, amor. Tú familia no es tan diferente a todas las demás. Sólo quieren lo mejor para ti.

– ¡No! ¡Quieren lo mejor para ellos! No paran, una y otra vez, todo por el puto crío. Necesitan otro niño con mi mismo don. Es como si estuviera obligado a procrear, como un maldito perro con pedigrí.

– Va, va. No seas catastrofista. Relájate y ven a verme.

– Sí… Está bien. Te quiero Julio.

– Te quiero. Nos vemos ahora. Un besito.

Este es el ejercicio de febrero de Adictos a la Escritura, ambientado en San Valentín. Consistía en rediseñar la figura de Cupido, alejándonos de icónico angelito con arco. Podéis leer el resto de relatos de mis compañeros en Proyecto de febrero 2012: Especial San Valentín -Diseña tu propio Cupido-